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martes, 26 de abril de 2011

El potero que resucitó una tarde

Robert Enke debería ser ahora el arquero de Alemania en el Mundial. Era el mejor y el más respetado en su puesto, pero él decidió que no quería: en noviembre del año pasado dejó que un tren se lo llevara para siempre. Ahora, 
por las calles de Sudáfrica, los alemanes lo recuerdan con añoranza.








La tarde de Ciudad del Cabo se está haciendo noche muy temprano. Entre la neblina y la garúa constante el después de cualquier almuerzo prolongado se parece al principio del fin. En su recorrido más turístico, el Waterfront, la ciudad ofrece caras de todos los colores y de todos los orígenes. Y allí sucede una escena que asombra: Moseki, un sudafricano con la camiseta del Benfica, se les acerca a un grupo de alemanes -tres varones y dos mujeres- justo a la salida del Victoria Wharf, una suerte de paseo de compras. Uno de ellos tiene la camiseta del Hannover y escucha un nombre que lo golpea en un recuerdo cercano: Enke.

Hablan durante un puñado de minutos en un inglés recortado. El motivo de la charla es una añoranza: evocan a un arquero que ambos conocieron, Robert Enke. Moseki lo aplaudió cuando vivía en Lisboa; los alemanes todavía lo tienen en la piel. Enke tenía todo para ser el arquero de Alemania en esta Copa del Mundo, tras suceder a Jans Lehman, Pero el mismo renunció a todo. Al arco y a la vida. En noviembre de 2009 dejó que un tren se hiciera cargo de lo que él no podía: ese dolor que no le entraba en su cuerpo enorme.

Ferviente defensor de la naturaleza y de la vida animal, Enke era considerado por sus padres como un hombre sensible. Vivía en una granja de Empede junto a su esposa Teresa y a la hija de ambos, Lara, de apenas dos años. Pero un día tremendo de septiembre la vida le arrancó a su adorada pequeña. Una deficiencia cardíaca desde el nacimiento la condenó a ella. Y también a él. Aunque siguió atajando y se aferró a sus seres queridos, jamás pudo digerir esa ausencia. Tampoco le agradaba el imperio del resultado en el ambiente del fútbol. No le interesaba ser un superhéroe; pero mucho menos se sentía merecedor de ser considerado un villano por un centro que terminó en gol ajeno.

Jugó en Alemania (para el equipo de la ciudad de su nacimiento, el Carl Zeiss de Jena; y para Borussia Moenchengaldbach y el Hannover); en España (para Barcelona y Tenerife), y en Portugal (para Benfica). Medía 186 centímetros y se destacaba por su agilidad. Pero se destacó por otra cosa más relevante: los compañeros que más lo conocieron sabían que más que un arquero enorme era un hombre gigante con las debilidades propias de quien se permite percibir la vida como un gesto de entrega.

Una Fundación, impulsada por el Hannover (su último club) y por la Liga alemana (DFL) se dedica ahora de recordarlo y a realizar obras en su nombre: quienes la componen se ocupan básicamente de la salud mental de los jugadores y de los niños con alguna dificultad cardíaca. "Estamos encantados de participar en la creación de esta fundación", dijo en días no tan lejanos Reinhard Rauball presidente de la DFL.

El periodista Alexander Algieri, en su blog Pelota de Papel, retrata su final: "Dicen que se despidió con una carta en la que pedía perdón. Dicen que recibió el último aire con una sonrisa. Dicen que todavía el viento se sigue asustando con sus voladas, en las noches en las que el miedo pareciera ni rozarlo". Así de grande fue el misterio de ese arquero nacido para ser gigante. La reivindicación la cuentan ahora esos turistas alemanes que lo mencionan bajo esa llovizna que insiste en el Waterfront de Ciudad del Cabo. Como si Enke hubiera resucitado por un rato.

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